¡Oh, vaya! Nuestro
último día en territorio British, pero iba a ser un día la mar de
productivo. Al toque de diana, acicalamos nuestros cuerpos y
preparamos las maletas que nos iban a acompañar durante todo el día.
Después del clásico “desayuno inglés”, procedimos al checking
out y, ¡mira tú por dónde!, conseguimos que los amables seres del
hotel custodiaran nuestras maletas hasta la noche. ¡Yupi! A menos
cargas, más diversión.
Enfilamos al metro
rumbo a Hyde Park; lugar verde, mágico y enorme con un precioso
paisaje otoñal. Hojas caídas, monumentos, árboles enormes, lagos
y... - ¡Ardillas! ¡Quiero hacerme amigo de una ardilla! - Aún no,
niño. Primero a recargarnos abrazando árboles: siéntelos, acércate
a ellos con la mano izquierda, abrázalos, dales las gracias y
despídete con la derecha.
Integrados con el
corazón de la Naturaleza, fusionados con Gaia, recargados totalmente
de energía, proseguimos nuestro camino. Eso sí, recopilando
castañas para tentar a los pequeños y peludos roedores.
Tras pasar junto al
lago, descubrimos una bonita casita rural en medio del parque que no
era otra cosa que... ¡Los baños! Si es que hasta pa mear tienen
clase estos británicos.
Entre fotos, paseos
y palacios de Kensington acabamos en el césped, rodeados de árboles
y con ardillas bailando a nuestro alrededor. De forma taimada,
utilicé mis castañas para tentar a los bichitos, con tan buena
suerte, que una de ellas decidió acercarse, olisquearme la mano y
robarme las castañas. Sí, robarme, porque ni se la comió ni nada
la muy bandida. Eso sí, la operación Friendly Squirrel se saldó
con un resultado óptimo.
Y eso sólo fue el
comienzo; poseído por el espíritu de Marc Singer en “El señor de
las bestias”, entablé relación también con una mariquita que
vino a posarse sobre mi mano y con un cuervo que graznaba por allí,
aunque con éste no hubo contacto alguno.
El capítulo de “El
hombre y la tierra” terminó en cuanto sonó la sintonía... Pero
espera, es una gaita lo que suena... Cual ratoncillos en Hamelin
comenzamos a seguir la melodía hasta dar con su fuente: un señor
dándolo todo gaita en sobaco. Only in UK, babies.
Al acabar el
silvestre concierto, movimos nuestros culos celtas a la salida más
próxima, que resultó ser la que daba al Royal Albert Hall... Vaya
tela, lo más cerca que voy a estar de allí y me pilla sin guitarra.
En fin, me conformaré con la foto pose.
Todavía teníamos
una apretada agenda para el día, así que nos pusimos en marcha
hacia Harrods; preciosos almacenes, preciosa fachada, preciosos
precios (para descojonarse, vaya) y precioso selfie.
Nos encaminamos
entonces al tube para visitar la Torre de Londres y, de paso,
intentar encontrar a alguien que nos friera un Mars; es que uno no ha
viajado si no le han frito una chocolatina, que es una cosa muy de
otros países. Allí estábamos sentados, meditando sobre la vida, el Universo y
el hambre que empezaba a hacer cuando subieron al vagón un par de
personajes armados con un violín y una guitarra acústica que nos
amenizaron el viaje con un mini-concierto de country al más puro
estilo Hill Valley 1885. ¡Great Scott, this country is amazing!
Al llegar a la
London Tower nos sorprendió ver una gran aglomeración, así como
los fosos del castillo totalmente sembrados de amapolas. Mira por
donde, nos habíamos metido en plena celebración del Remembrance Day
o Poppy Day, celebración que conmemora a todos aquellos caídos
luchando por la Commonwealth. Nunca te acostarás sin saber una cosa
más, eso es así.
Con mi mejor cara de
mapache y actitud zombie debido a la hipoglucemia (el maldito freidor
de Mars nunca apareció), nos dirigimos hacia el London Bridge, donde
nos sacamos unas preciosas instantáneas para fardar por las redes;
porque nosotros lo valemos.
Nuestro almuerzo
estaba planeado en la que se había convertido en nuestra zona
superfavorita de la city: Camden, donde te hartas por cuatro perras,
así que nos pusimos en camino, no sin antes pasar por un supermarket
para hacer acopio de chocolate y recargar energías (evitando así a
cualquier viandante la pérdida de cualquiera de sus miembros a base
de mordiscos). Esta vez nuestro estómago se decidió por un falafel
enrollado en pan durum recién hecho y con una ensalada que contenía
un mágico ingrediente que montaba una fiesta en nuestras bocas en la
que todo el mundo estaba invitado. ¡Demonios! ¿Qué es este sabor?
Al preguntarle al muchacho qué era lo que le daba ese toque
extraordinario, nos quedamos con el culo torcido; el misterioso
condimento era, nada más y nada menos que... (redoble...) ¡limón
en vinagre! Mira tú qué bien, ya tenemos otra importación para la
patria.
Para hacer la
digestión, nada mejor que una paseo (o dos, o cincuenta y cuatro...)
por el adorado Callejón Diagón, las Cuadras y demás recovecos y
vericuetos de ese mágico ÜberPochito que es Camden en busca de
cualquier tipo de artículo friki, barato, absurdo o todas las
anteriores, para llevarnos a casita. Y todo eso, como no, aderezado de
una sesión de regateo como Brian manda. En esta ocasión, cayeron un
suéter de la prestidigitosa (es leviosa, no leviosá) Escuela
Hogwarts de Magia y Hechicería y una chaqueta abrigosa College
Style, con la correspondiente disertación sobre mi talla: - Quiero
una XL - Tú llevas una M - Mis cojones 33, señor inglés... Mira
que me cuesta que me crean con la ropa. O tengo el superpoder de
superexpandirme cuando me visto o la gente me ve muy alfeñique...
Misterios de la vida, como la fórmula de la Coca-cola o los obreros
que votan a la derecha. Habrá que llamar a Friker Jiménez...
Por supuesto, no
podía faltar la exposición de Jack-o Lanterns en plena preparación;
calabazas de Halloween para los profanos. De todas las formas y
colores... Bueno, básicamente naranjas todas ellas, pero con
distintos relieves, sangre, tripas y todas esas cosas de las que
gustamos los amantes de las pelis de casquería ochentera. Una
delicia, vamos.
Como aún nos
quedaban cosas por hacer y la noche era joven (sólo eran las 6)
decidimos volver al centro para comprar más regalitos; volvimos a la
tienda Disney y pasamos a buscar el chocolate monstruoso que vimos el
día anterior. En la tienda, nos dimos cuenta que no era chocolate
como nosotros pensábamos, así que para no perder el viaje,
adquirimos dos tabletas de chocolate con jengibre y lima. Rico, rico.
Seguimos vagando por
el Soho para hacer tiempo hasta la cena y aparecimos delante de un
Sex Shop, así que, de curiosones, entramos a comprobar cómo es la
tecnología sexual británica y, fíjate tú que es básicamente
igual que la española pero con más disfraces; aunque les faltaba el
de Guardia Civil Recio Style.
¡Hambre, hambre,
hambre! Para esa última noche londinense estaba planeado todo
cuidadosamente; habíamos llevado de casa una recomendación: “Hijos
míos, según el anciano maestro chino, la única comida china
decente que ha probado fuera del país de la Gran Muralla está en
Londres”. Con esa premisa, la noche anterior habíamos hecho unas
prospecciones por Chinatown, observando menuses de restaurantes,
eligiendo uno cuqui, mono y asequible.
El establecimiento
en cuestión se hallaba lleno de humanos ávidos de saciar sus
gaznates a base de rollitos de primavera... Bueno, más bien de
Spring Rolls o, como se dice en chino 春卷,
que a ver si te vas a creer que aquí vamos de cultos y no tenemos ni
p*ta idea. Total, que nos encuadramos en un huequito que encontramos
y degustamos un exquisito Mapo Doufu (tofu picante) y unos tallarines
fritos y crujientes con verduras; todo regado con agüita, que la
noche anterior ya habíamos escarmentado con el tema
cerveza-te-la-voy-a-clavar-cuando-te-traiga-la-cuenta.
Ahora paseíto para
digerir la cena visitando tiendas de suvenires para adquirir
chorradas (como un imán de nevera sacatapas con forma de guitarra) e
ir gastando pounds, además de descubrir la existencia de los
chupachules de marihuana. Y después, a por nuestro último viaje en
metro de la temporada. Adiós, señor tube, echaremos de menos tu
utilidad y tendremos en cuenta tus sabios consejos; mind the gap,
baby.
Volvimos al hotel y
recogimos nuestras humildes pertenencias para salir zumbando a la
estación y vivir nuevas experiencias: coger una guagua londinense.
Después de hacer nuestras pesquisas, dedujimos qué bus nos convenía
más para llegar a Victoria Station, lugar donde cogeríamos otra
guagua para llegar al aeropuerto. Como no, había que experimentar el
ir en la parte alta del vehículo en cuestión, dando bandazos e
intentando hacernos selfies, además de observar el paisaje y sentir
el vértigo de ir por el carril “incorrecto”.
Lo primero que
hicimos al llegar a la estación fue buscar un cajero donde comprar
los billetes del airport bus y un lugar donde devolver la Oyster;
éxito y fracaso respectivamente, así que nos tocaba quedarnos sin 5
pounds pero con una tarjeta de metro de recuerdo. Mira qué bien,
para la próxima visita.
Nuestro transporte
salía una hora después con lo que nos dispusimos a esperar, pero,
espera... Uy, esta estación está llena de gente rara; y por rara
entendamos borrachines y personas con pinta de drogodependientes,
pedigüeños y delincuentes habituales. ¡Oh, vaya! A buenas horas
venimos a sentir el fear of de dark. En fin, armándonos de valor
esperamos un buen rato a que nuestra guagua apareciera, esquivando al
borracho que se empeñaba en pedirnos dinero cada tres minutos. Por
fin apareció nuestra carroza, pero aún no era la hora de salida. Da
lo mismo, preferimos pasar frío (coño, qué frío) en el andén
antes que estar al calorcillo de los vapores etílicos del beodo
paliza.
Después de una
horita de viaje en la que cayó alguna cabezadita sillonera arribamos
al fin a Lutton. Lo primero, baño y quitar lentillas (ay, qué
gustito pa mis córneas); luego, gastar billetitos y monedas que de
poco nos iban a servir en casa, así que entramos en las tiendas
aeroportuenses para adquirir algo para zampar (la comida china se
digiere o dijiese demasiado rápido) y cualquier chorrada que
mereciera la pena. Los afortunados fueron un par de sandwiches
bastante decentes para lo que se suele encontrar en los aeropuertos,
con su paquetito de papas y su refresco incluídos en el precio.
Mención especial para el kit de composición de canciones metal
(WTF??); sí, un paquetito de imanes con palabras como “hate”,
“blood”, “fire” y demás términos que se pueden encontrar en
cualquier tema cañero. Muy útil para cualquier rockstar en ciernes.
Incluso el dependiente de la tienda flipó al decirme el precio
porque ni siquiera sabía que vendían eso. Joven, nunca te acostarás
sin saber una cosa más, ya te lo dije más arriba.
Tras la recena,
pasamos el control de seguridad, donde me hicieron abrir la maleta
para comprobar que el líquido de mis lentillas no era explosivo ni
peligroso para mi salud ni la de mi maleta. ¡Qué majos!
Y aún nos quedaban
unas tres horas para embarcar. ¿Qué hacer en un aeropuerto a las
tantas de la madrugada? Pues lo que puedas para no quedarte tieso. En
nuestro caso, gemir como zombies hasta que abrieron el Boots que
había junto a nuestra puerta de embarque. Sí, los ingleses te meten
el Boots donde les da la gana. Genial para nosotros para comprar más
chuches (gigantescos tubos de Smarties) y acabar de gastar el cash
restante.
Finalmente, a las 6
de la mañana abrieron nuestra puerta de embarque y tuvimos que
recorrer el camino de baldosas amarillas, Pueblo Paleta, Villa
Pingüino y Mos Eisley hasta llegar a la auténtica puerta de
embarque. - Oye, que vamos a llegar a casa caminando... - Pues toda
la pinta tiene, sí...
Infelices de
nosotros creíamos que íbamos a posarnos en nuestros asientos en
breves momentos pero, ¡ja! Ignorábamos que nos aguardaba otra media
hora de cola dentro del aeropuerto, donde descubrimos nuevas
disciplinas poco exploradas, como dormir de pie, así como otros diez
minutos de cola a la intemperie (coño, qué puto frío... ¡Coño!), aunque
esa espera se hizo más amena observando el estilismo que traen los
turistas británicos a las islas. La categoría ganadora de la
noche/mañana/día/yanoséquécoñoesjoderquésueñotengo fue la de
“Zapatitos veraniegos con uñas largas como garras de velociraptor
pintadas de rojo”. Un primor, oiga.
Tras esa dosis de
risas mañaneras pudimos descansar en nuestros asientos, donde nos
acurrucamos en un duermevela durante un buen rato. Bye, bye, UK; Hope
we'll see you soon.
Ese minisueño nos
vino de perlas ya que, al llegar a la patria, aún nos quedaba la
celebración de Halloween, estrenando nuestras lentillas de zombie y
viendo pelis de miedo en familia. Bueno, viendo es un decir, porque
yo sólo recuerdo una casa encantada, un pestañeo y despertarme en
un sillón que no era el mío con un “buenos días princesa”. Es
que 48 horas de día no se disfrutan muy a menudo.
Muchas cosas
divertidas sucedieron en ese viaje pero, sin duda, me quedo con la
paz y tranquilidad que vivimos durante esa escapada, así como la
certeza de que era el primer paso de un camino que nos llevaría a
muchos más lugares en compañía.
“Imagino que
entras por esa puerta y te llevas lejos todas mis penas”